Por: Cándido Mercedes.
“…Pero no discutimos la democracia. Y digo yo; discutámosla, señoras y señores, discutámosla a todas las horas, discutámosla en todos los foros, porque si no lo hacemos a tiempo, si no descubríamos la manera de reinventarla, si, de reinverntarla, no será solo la democracia la que se pueda; también se perderá la esperanza de ver un día respetados en este infeliz planeta los derechos humanos. Y ese sería el gran fracaso de nuestra época, la señal de traición que marcaría para siempre jamás el rostro de la humanidad que ahora somos”.
(José Saramago: El cuaderno del año del Nobel Descubrámonos los unos a los otros).
A corto plazo a la sociedad política le urge recuperar la confianza de las instituciones, recuperar hoy, es encarnar el desafío de las expectativas de la sociedad y esto atraviesa de manera medular, en entender que no necesariamente todo lo legal es legítimo, es ético. Ameritamos de una dosis fuerte de legitimidad institucional y social, cuyo eje inexcusable es la confianza.
En las relaciones de poder, configurando en el poder y el contrapoder, el tamiz esencial es que el ente regulador, organizador, de dirección, los actores han de ser personas que intrínsecamente, por su naturaleza, se encuentren fuera del cuadro de la cuadratura del paradigma creado. Esto es, fuera del margen de los intereses corpóreos, de la materialidad creada en el juego de los roles del poder.
La Psicopolitica, como nos diría Byung-Chul Han, nos hace ver fuera de la programación de los intereses de las miradas cortas. Ser miembro de un partido no es ser, sencillamente, menos capaz, competente, serio, entregado, ético, proactivo, probo. Puede serlo y contener todas las cualidades, incluso más que un ciudadano y persona que nunca haya militado. La entrada en sí misma en una sociedad con tan débil institucionalidad, en donde el militante le debe al partido la gratitud y actúa como tal, limita la institución, a la cual ha de deberse.
Acaso el Articulo 77, numeral 4 de la Constitución nos establece que los Senadores y Diputados “No están ligados por mandato imperativo, actúan siempre con apego al sagrado deber de representación del pueblo que los eligió, ante el cual deben rendir cuentas”. Sin embargo, expresan, en la historia política dominicana, en la mayoría de los intereses partidarios. Ahora nos preguntamos cuantos puestos existen en: la Suprema Corte de Justicia, Tribunal Constitucional, Tribunal Superior Electoral, Cámara de Cuentas, Junta Central Electoral, Defensor del Pueblo.
Son solo 56 puestos: 17 en la Suprema. 13 en el Tribunal Constitucional. 5 Cámara de Cuentas. 1 Defensor del Pueblo. 5 en el Tribunal Superior Electoral con los Suplentes. 5 en la Junta Central Electoral con sus Suplentes.
Esos 56 cargos seleccionados, de entrada, que no tengan militancia política, prohíjan de manera significativa mayores niveles de confianza y hace que al amparo de su independencia,
los conflictos que se aniden al interior de la institución sean visualizados desde una perspectiva más colectiva, más social, una mirada más abierta, más ancha, con más coherencia, más rigor. No bloquea, no sesga, aunque la ideología esté presente. La legitimidad construye confianza y hace que las decisiones sean incorporadas para todos los actores involucrados. Expresa credibilidad, lealtad, confianza y desborda y encierra, en gran medida, la legalidad. No obstante, lo legal no implica la legitimidad. La democracia, en rigor, ha de expresar siempre, la seguridad y el camino de la sostenibilidad.
En las elecciones del 15 de marzo y 5 de julio del presente año (Municipales, Presidencial y Congresuales), ¿cuántos puestos se eligieron? En total: 4,113. 3,849 Alcaldes, Vicealcaldes, Regidores y Suplentes, Directores de Distritos Municipales, Suplentes de Directores de Distritos y Vocales Distritos Municipales. Un Presidente, una Vicepresidenta, 32 Senadores, 178 Diputados locales, 5 Diputados Nacionales, 7 Diputados de Ultramar, 20 Diputados Parlacen y sus Suplentes. ¡Todos ellos son de un determinado partido!
Ahora enfatizamos: generalmente los 23 Ministros y los 3 Ministros sin Carteras, que establece la Ley Orgánica de Administración Pública (247-12) en su Artículo 30, son de un partido. Los 125 Viceministros son de un partido. Los 32 Gobernadores son de un partido. Los Asesores del Presidente, los Consejos dependiente del Poder Ejecutivo, los que dirigen los organismos adscritos al Poder Ejecutivo, los 300 organismos descentralizados, las 64 Direcciones Generales; las 373 Direcciones, Los más de 1,203 Departamentos; las 928 Divisiones; 700 Secciones; 170 Unidades; 34 Institutos; 13 Museos; 4 Superintendencias y los miles y miles de cargos, no son acaso, las mayorías de personas que están inscriptas en los partidos.
Supongamos que habían 652,000 empleados públicos y que los dividimos entre 7,529,000 electores que era el Padrón Electoral del 2020, eso nos da 8.65. Esto es tenemos casi 9 empleados públicos por cada 100 personas inscriptas en el padrón. Teníamos, según Oxfam, en su investigación Autopsia Fiscal: 61,911 empleados públicos por cada un millón de habitantes, situándonos en el tercer país con la densidad pública ocupacional más alta de 16 países evaluados de la Región.
Correlacionemos, más allá de la crisis de confianza hacia los partidos políticos, que están apenas con una percepción valorativa de 21/100; que el 69% en Gallup/Hoy dijo que no estaban inscriptos en ningún partido político y en Penn/Stagwell el 73%. Eso quiere decir que un partido no gana con su militancia sino con el voto de los ciudadanos. Los militantes políticos se encuentran como en una especie de panópticos, donde observan todo, empero, con los vidrios vidriosos por la espuma de una mirada fiel hacia su estructura partidaria, que lo sesga y les impide ver los intereses de toda la sociedad, los anhelos de la sociedad, en un momento determinado. ¡Que no sigan sufriendo de parálisis paradigmática! Lo que les dio éxito ayer no los favorece en el día de hoy. La sociedad sencillamente cambió, ya no es la misma. Aun fuera el más diáfano y transparente, siempre sus decisiones quedarán obcecadas, sobre todo, con dos leyes caracterizadas POR LA TURBULENCIA DE LA MEDIANIA.
Muy atinadamente Manuel Castells nos decía “que los escándalos y la credibilidad destruyen la confianza”. Aquí, la inobservancia de las leyes fraguó un tejido de anomia institucional. La legalidad en estos últimos 8 años quedó totalmente marchita por la falta de legitimidad. Teníamos cuasi una autocracia con formalidad democrática. Las instituciones estaban ahí, pero ausentes por el ruido de los intereses de una corporación política que desbordó los limites. La caricatura, el mimetismo era la regla. Ese devenir en la instrumentalización inefectiva de la Justicia: fue lo que vimos con Frank Soto y Segarra en la Suprema Corte de Justicia. Con el inefable Procurador que no procuraba nada en contra de la corrupción, donde “elaboró un expediente” de ODEBRECHT, con un acuerdo de lenidad asombroso, de la empresa latinoamericana que más realizó la captura del Estado. La empresa con mayor potencia en la economía criminal.
La clase política debe de entender que la sociedad dominicana no es la misma, que deben de cambiar su relato y sus libretos. La manipulación, la posverdad, no debe seguir el corcho permanente para reflotar en un nuevo desafío existencial que no da pauta a la política como espectáculo. Estamos asistiendo a una clara fragmentación generacional, donde las relaciones de poder se vienen cobijando en un puente que zigzaguea entre lo nuevo y lo viejo.
La vieja política no puede ni debe seguir cimentándose en la instrumentalización per se y en el clientelismo y la corrupción. Las elecciones del 5 de julio allanaron el camino para entender que la racionalidad y la cooptación no pueden dibujarse como arma para alcanzar el poder todo el tiempo. Como magistralmente nos lo dice Yuval Noah Harari en sus 21 lecciones para el Siglo XXI, en la Página 241, nos esboza “… Como ya se ha señalado, los expertos en economía conductual y los psicólogos evolutivos han demostrado que la mayoría de las decisiones humanas se basan en reacciones emocionales y atajos heurísticos más que en análisis racionales, y que mientras que nuestras emociones y heurística quizá fueran adecuadas para afrontar la vida en la Edad de Piedra, resultan tristemente inadecuadas en la Edad del Silicio”.
La sociedad política tiene que alinearse, saber leer el signo de los tiempos, el desafío y las expectativas del momento histórico que vivimos. Estamos en la antesala de un ciclo que se cierra y otro que se abre. Emerge un liderazgo más horizontal en la búsqueda de enfoques alternativos, donde la decencia política comienza con su trocha a abrirse paso y la indignación y la esperanza a desbrozar, desmadejar su tortuoso destino. Lo viejo y lo nuevo se entrecruzan para encontrar un nuevo presente y un mejor futuro.