«No jodas al médico, no le enojes; es peligroso….»
Por Emiliano Reyes Espejo
La precariedad de los servicios médicos se remonta a tiempos inmemoriales. Las prestaciones de estas asistencias por parte del sistema de salud y de profesionales de la medicina son ahora, sin embargo, totalmente diferentes. El sector ha logrado una impactante transformación que lo ha convertido en una “tasita de oro”, si lo comparamos con la práctica médica que se realizaba unas cuantas décadas atrás en el país.
Hasta hace cierto tiempo el común de los dominicanos recurre a curanderos, brujerías y otras experiencias para buscar su salud, lo cual contribuye al aumento de la mortalidad, especialmente en zonas remotas.
La práctica médica ha sufrido en los últimos tiempos, sin embargo, una especie de revolución. Las transformaciones se manifiestan no solo en el ejercicio de esta disciplina, su práctica y asistencia social sino que se registra, asimismo, como salto científico y tecnológico de impacto en lo referente a lo académico en el país.
Los avances médicos se pueden apreciar con solo observar los grandes y modernos centros, públicos y privados, que se han construido, tanto en la capital como en Santiago, Punta Cana (Higüey) y otras ciudades. También en la práctica de cirugías avanzadas no convencionales, como son las de corazón abierto, hepática, caderas, rótulas y de otros miembros del cuerpo humano.
Para nadie es un secreto que nos hemos convertido, como país, en un importante destino para el turismo médico. Son cientos o tal vez miles los extranjeros que nos visitan para someterse a delicadas intervenciones quirúrgicas, odontológicas, estéticas y otras áreas de la ciencia médica. La nueva realidad beneficia a la economía con aportes que son cada vez más importantes, específicamente en divisas.
Pero no siempre ha sido así. La ignorancia y malas prácticas médicas primaron en una época por muchos años entre los dominicanos. Pero los distintos gobiernos han realizado inversiones e importantes aportes, tangibles e intangibles, que contribuyen a este crecimiento (en calidad y cantidad) de la práctica médica a nivel nacional.
Hay que reconocer que estos cambios comenzaron en el régimen del dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina. La práctica médica era muy limitada antes de la dictadura, entonces imperaban entre los ciudadanos las creencias mágico-religiosas y las brujerías como alternativa para curar las enfermedades.
En el régimen de Trujillo fue que se comenzaron a construir hospitales regionales y se instaló el sistema de servicio-médico social del Instituto Dominicano de Seguros Sociales (IDSS) dando lugar a las fuentes que facilitaron la asistencia médica a los dominicanos.
Para la región Sur se construyó el hospital regional Juan Pablo Pina, en la provincia de San Cristóbal. Contó nuestro padre Eloy Reyes Gómez que a este centro acudían a diario decenas de personas de distintas comunidades sureñas en busca de salud.
En una ocasión –relató- llevó allí a mi hermano Bernardo a realizarse una cirugía para corregir una hernia en uno de sus testículos. La lesión dio lugar a que a éste le pusieran el mote de “Cojón Gadé”, debido a que tenía sus gónadas exageradamente abultadas.
Mientras hacía turno para fijar la fecha de la cirugía de Bernardo, llegó al centro médico un militar acompañando a su padre que tenía un visible deterioro de salud. El soldado reclamó que se atendiera de inmediato a su pariente, pero médicos y enfermeras les explicaron que no era posible porque habían otros pacientes en turno, por lo que debía esperar.
El militar tronó en voz alta y reclamaba la asistencia médica de manera enfática e insistente. Trataron de calmarlo, pero el soldado insistió:
-“Yo soy un guardia del jefe, exijo un mejor trato…”. –“Si no atienden ahora mismo a mi padre voy a denunciar esto ante el mismo generalísimo Trujillo”. Éste vociferó –en medio de un prolongado y extenuante silencio- que él personalmente informaría esta situación de mal servicio que según decía, se daba en el hospital. Alegó igualmente un irrespeto a los militares. -“Esto tiene que saberlo el jefe, están negándole asistencia médica al padre de un guardia…”, enfatizó.
Todos sabían lo que implicaría una denuncia de esta naturaleza ante el jefe. El hospital Pina era su hechura, un estandarte del cual se vanagloriaba, ya que era su orgullo no solo por el servicio que prestaba a los sureños, sino por ser un centro especial que el tirano había construido para beneficio de los sancristobalenses.
-“Ese es el hospital del jefe”, decían parroquianos del Sur cuando cruzaban en guaguas de pasajeros por el frente del centro de salud en sus viajes a la capital o cuando regresaban a los pueblos de la región.
Un rato después, y en medio del silencio expectante, un médico salió de su consultorio y se acercó al militar, diciéndole:
-“Señor, señor, cálmese, traiga al paciente, ya vamos a atenderlo. Entre por aquí por favor”. El galeno, acompañado de un enfermero y dos enfermeras, trasladaron al padre del militar que lucía desnutrido, desmejorado y en estado avanzado de su enfermedad.
Los galenos procedieron a atender al paciente que procedía de un lejano poblado de la zona fronteriza con Haití. Momentos después el militar fue llamado por el equipo médico, luego de lo cual éste salió con ojos llorosos acompañando el cuerpo inerte de su padre que tendido en una camilla, iba envuelto en una sábana blanca y de cara al cielo. Él, desconsolado, daba gritos estremecedores, su progenitor había muerto.
“No fuerce con los médicos”, decía nuestro padre después de contarnos esta triste y aleccionadora historia. A mi hermano Bernardo, quien era apenas un mozalbete, le hicieron su cirugía de hernia de un testículo, de la cual salió bien. Éste creció y dejó de ser “Cojón Gadé” y pasó a ser “Behín”, quien se “metió en mujer” y tuvo entonces que engancharse a la “guardia del jefe”. Después fue llamado “Espejo” o “Espejito”, primero como un afanoso síndico en Vicente Noble (y por el apellido, Espejo El síndico de Vicente Noble). Después se le conoció como Espejo, un entregado combatiente constitucionalista.
Discurrir del tiempo
El tiempo pasó y en Tamayo se instaló un consultorio que era atendido por médicos y por “paramédicos”. Algunos que eran del propio pueblo y otros enviados desde la capital (don Otilio Pérez y el doctor Gerineldo Michel, entre otros). Este centro de salud tenía la virtud de evitar que habitantes de Tamayo y comunidades tuvieran que trasladarse a los centros de salud de Barahona y al hospital Pina de San Cristóbal para aliviar sus dolencias. Allí acudían a atenderse moradores de Monserrate, Batey Santa María, Bayahonda, Guanarate, Santa Ana y otras localidades.
Un día se presentó allí, como muchos otros ciudadanos, el señor Nicasio, un campesino de machete al cinto, ropa de trabajo y chancletas. Procedía de la comunidad de Guanarate, llegó montado en un famélico burrito de estropeada montura y cerón lleno de sueños.
A Nicasio lo atendió el médico Julio Kaluche, de clara ascendencia árabe, que llegó al poblado procedente desde Santo Domingo y comenzó a atender a pacientes que se presentaron con innúmeras dolencias. El galeno asumió con dedicación el trabajo que cada día era más demandante, acompañado de Nidia, una enfermera del lugar.
-“Doctor, siento fuertes dolores aquí, en la barriga”, dijo Nicasio.
-“A dónde le duele, vamos a ver, déjeme ver señor”, preguntó. Acto seguido el paciente comenzó a explicar sobre sus dolores, siéndole recetado y entregado varios medicamentos para su sanación. A partir de entonces Nicasio marcó una rutina, se trasladó día por día al dispensario.
El doctor Kaluche, cincuentón de tez blanca, de visible calvicie y abultada barriga, iba todas las tardes después de agotar su faena laboral, al colmado de mi padre Eloy, ubicado en la calle 10 de marzo casi esquina avenida Libertad, frente a la entonces tienda del comerciante Nayo Méndez, y cerca de dónde operaba el dispensario.
Cada tarde estos –el médico y mi padre- entablaron amplias conversaciones sobre temas disímiles, iniciando una inesperada, pero afectuosa amistad. Mientras hablaban, el facultativo consumía tragos de ron que cogía fiado en el colmado. Tomaba y hablaba de manera efusiva, a la vez que fumaba sin control cigarrillos marca Crema, como diría un compueblano, como si fuera “un murciélago”. No terminaba uno y ya encendía el otro. Casi siempre amontonaba un rincón del negocio de colillas humeantes que luego tocó a mi hermana Aida y a mí recogerlas, causándonos ciertos “esteriquitos”.
Kaluche se refirió con preocupación en esas conversaciones sobre el paciente Nicasio. Se quejó de que todos los días aparecía en el dispensario, cada vez con una dolencia diferente. Se le recetó un medicamento para un problema de pulmón y al otro día se aparecía con un dolor en una pierna o con una arritmia cardíaca.
-“Un día le pasará algo, fuñe mucho…”, comentó el galeno a modo de advertencia. Dicho y hecho, como dice el refrán.
-“Doctor, ahora el brazo izquierdo y la espalda es que me duelen”, expresó por enésima vez el paciente.
-“Pero te di ayer mismo unos analgésicos, espera a que te hagan efecto”. –“Deja que los medicamentos te curen”, le dijo el médico.
El doctor Kaluche contó que estaba al borde de la desesperación y no encontraba qué hacer con ese paciente, a veces –agregó-quería esconderse cuando le veía llegar. -“Ahí está de nuevo ese hombre, me está fastidiando”, expresó éste a la enfermera. –“Tú verás, tu verás”…, espetó.
No habían pasado dos días cuando vieron a la gente correr hacia el consultorio. Los vecinos tenían la costumbre de ir a curiosear por las ventanas cuando se informaba que había fallecido una persona en ese centro de salud, el único que existía en la comunidad.
-“Se murió un hombre en el dispensario. Venía todos los días a chequearse…”, comentaban conmovidos los vecinos. Lo único que se sabía era que lo habían inyectado y le dio un “patatús”. –“Se va a curar, tú verás…”, decía el médico mientras le ponía la inyección. Casi de inmediato Nicasio comenzó a temblar desde los pies hasta la cabeza y a convulsionar. -“Yo sabía que te iba a joder, jode demasiado… Ahí tiene, jode ahora…”, decía el galeno visiblemente molesto.
-¡Aaay doctor me muero!, ¡me muero doctor! ¡No me deje morir, doctor!, exclamó Nicasio desesperado mientras todo su cuerpo temblaba.
El doctor Kaluche puso otra inyección al paciente y esto hizo que cayera en un sueño profundo que le mantuvo “tieso” durante horas en la camilla del consultorio. La enfermera, dándolo por un caso perdido, lo tapó con una sábana blanca. La gente se aglomeró para observar por las persianas el cuerpo rígido de Nicasio, como si todo aquello se tratara de un espectáculo.
A las cuatro de la tarde el hombre despertó, miró azorado para uno y otro lado cuál “guinea tuerta”, como si hubiera despertado de un sueño del más allá: -¡Se despertó el muerto! ¡Se despertó el muerto!, gritaban los curiosos llenos de espanto. La noticia se propagó rápidamente por toda la población. –“Estaba muerto y se levantó de nuevo…increíble”, comentaban.
Nicasio se puso de pie y corrió hacia su borrico, se montó en el mismo y lo echó a correr hasta llegar a su comunidad de Guanarate. Cuentan que éste nunca más volvió por el consultorio. Aquella experiencia hizo, en tanto, que el doctor Kaluche emprendiera su regreso a la capital.
Pasado el tiempo, yo regresaba de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) donde estudiaba Comunicación Social y me encontré con Kaluche en el frente de la Puerta del Conde. Me reconoció, se acercó a mí y me preguntó por mi padre. Hicimos referencia a aquel incidente y él por cuenta propia decidió revelarme un secreto:
-“Mira, te voy a revelar esto, aquí entre nosotros dos. Realmente no soy doctor, yo soy médico veterinario, mi especialidad es la veterinaria”.
Kaluche vio que cambié de semblante mientras me hacía esta revelación. Recordé que tanto mi padre como una buena parte de mi familia habían sido atendidos por éste en el consultorio.
-“Sé que te parecerá extraño. Pero fue que pasaba entonces una situación difícil. No tenía empleo aquí en la capital y un amigo me preguntó si quería ir como encargado del consultorio médico de tu pueblo, y acepté”.
-“Esa es la historia, esa es la historia amigo…”.
*El autor es periodista