Por Cándido Mercedes
“La mayoría de los hombres llevan una vida de desesperación callada y se van a la tumba con la melodía aun dentro de ellos”. (Henry David Thoreau).
¿Qué explica que, en la tercera década del Siglo XXI, hallan guerras donde mueren seres humanos? Es cierto que las crueldades de hoy son menos primitivas que en el pasado y que venimos, en los últimos 20 años, con menos conflagración que en épocas anteriores. Sin embargo, el grado de exacerbación de los conflictos está ahí de manera manifiesta y latente, germinando cuasi de manera inexorable.
La naturaleza animal, nuestra génesis antropocéntrica, evolucionada a la naturaleza humana, social, no ha trascendido en todo lo que vale, quedando ese subsuelo primitivo que nos desborda y nos lleva a cometer atrocidades, peores que los propios animales inferiores. Revestida de geopolítica, conflictos étnicos, religiosos, históricos, ideológicos, sociales, “cubren” el manto de las justificaciones para recordarnos que solamente el acto de solidaridad y la empatía nos colocan en la ruta y el camino cierto hacia una vida más plena y evitar así, esta era de perplejidad en que nos encontramos.
La naturaleza intrínseca del miedo, la incertidumbre y la esperanza en esta velocidad y volatilidad que nos aturde, nos lleva a veces, a creer que lo bioquímico, de parte de nuestra composición, subvierte de que somos criaturas inmensamente biopsicosocial-espiritual. ¿Cómo lo religioso, lo ideológico, lo étnico, la expansión de los territorios y el dominio de la riqueza nos anula la razón y permite que se granule en nuestra mente de manera opacada y reflote con los ojos cerrados, con cegueras, tan solo con lo que es igual a nosotros y no considerar al otro, al diferente, en la franja iluminada de la diversidad, con asunción beligerante a la tolerancia como espacio de construcción social, al equilibrio y existencia del ser humano?
Esa agonía que nos acogota como humanos tiene su dimensión en el poder. El poder como fuente primigenia, estelar de dominación y de hegemonía, se constituye, desde la individualidad, en la antorcha de los avances y los retrocesos. De ahí, la reflexividad de Maquiavelo, Thomas Hobbes en su Leviatán, de Jean Jacques Rousseau en su libro El Contrato Social.
Evolucionamos y encontramos verdaderos eruditos que nos tratan de dar lucidez (Bauman, Fukuyama, Habermas, Harari, Byung Chul Han, Savater, Adela Cortina, Antonio Negri, Robert Greene, Guy Debord, Anthonny Giddens, etc., etc.); empero, entrampado en la crisis de la necesaria sociedad del aprendizaje y la naturaleza ciclópea de la tecnología, la perpetuidad eterna del miedo y la incertidumbre se agigantan en el imaginario de la parte primitiva del cerebro, resultando así, el poder como parte consustancial de nuestra especie.
El poder es la capacidad que tiene una persona para influir sobre los demás. No es lo mismo poder y autoridad. Esta última deviene como un producto de la legitimidad. El poder puede ser legal y no legítimo. Puede ser legal y legítimo. Puede ser no legal y no legítimo. Su naturaleza es amplia, no obstante, su esencia, su caracterización medular es la influencia. El poder se puede concretizar en 5 dimensiones:
1) Poder Legal.
2) Poder de Experto.
3) Poder de Referencia.
4) Poder Coercitivo.
5) Poder de Recompensa.
Generalmente, el poder es formal, comporta el manto y el marco de una determinada estructura que lo soporta para que pueda operar la capacidad de influencia. Por ello, una persona puede tener poder y no liderazgo. Ambos, su corpus nodal es: influenciar; sin embargo, el grado de penetración en el liderazgo habita lo emocional, lo sentimental y la madurez de la razón. El liderazgo no necesita de una estructura determinada, trasciende por sus condiciones, de ahí que tenga un basamento legal y/o informal. En la era de la inteligencia artificial, de la robótica, la nanotecnología, la biotecnología, es un requisito sine qua non asumir como parte de la cotidianidad, la capacidad de reinventarnos.
Yuval Noah Harari nos lo dice así “Tenemos que aprender las cuatro ces: Pensamiento crítico, comunicación, colaboración y creatividad. De manera más amplia, tendrían que restar importancia a las habilidades técnicas y hacer hincapié en las habilidades de uso general para la vida. Lo más importante de todo será la capacidad de habérselas con el cambio, de aprender nuevas cosas y de mantener el equilibrio mental en situaciones con las que no estamos familiarizados…”.
El poder, hoy, como nos dice Bauman en su libro Estado de Crisis, estamos en presencia de una desconstrucción y negación. Nos ilustra “el concepto de crisis evoca la imagen de un momento de transición desde una condición previa a otra nueva, una transición necesaria para poder crecer, el preludio a un estatus diferente y mejor, un decisivo “paso adelante””. Más allá de la tipología de liderazgo construido por Max Weber: tradicional, carismático y racional-legal o burocrático, que, a su vez, derivan en una asunción de poder determinado, a lo que asistimos es a la evolución de una nueva praxis: el poder institucional, que trasciende las tres categorías aludidas por Weber.
El poder institucional puede descansar en un determinado tipo de liderazgo: autocrático, participativo, liberal, carismático o racional. Sin embargo, puede contener cada uno, desde la perspectiva personal, individual, empero, lo trasciende. Lo valida en función del contexto, de la circunstancia. No importa el tipo de liderazgo o de poder, lo que lo verifica y lo resalta es el logro de los resultados en correspondencia con la realidad, del mometum, del timing. El poder institucional es el poder colectivo, el poder que encierra los filtros, que asume el pensamiento de grupo, divergente. Logra sus acciones, decisiones, a través de la decantación, diferenciación de muchos actores y horizontalizar los tiempos; los acerca porque no descansa en la iluminación de un individuo, si no de decenas; todos ellos imbuidos de conocimientos y de talentos.
El poder institucional está diseñado en la visión, misión y valores de una organización, de un país y cobra sentido, hace historia, merced al tamiz y a la matriz de un hoy, de un ayer y de un mañana, todos combinados en una perspectiva colectiva, social. En la ebullición de una agenda. Vladimir Putin es el hombre con más poder. Porque su poder es personal, cuasi no tiene límites ni control. Su peso en los órganos de decisión es absoluto. No así, necesariamente, el presidente de China Popular, Xi Jinping, pues el eje central lo constituye el Comité Central del Partido Comunista. Una sociedad autoritaria,
con un poder que descansa en el partido que tiene 100 millones de miembros, esto es, el 7% de su población. En las sociedades democráticas, con el poder institucional (Alemania, Francia, Canadá, España) el ejecutivo máximo ha de alinearse con el poder institucional. Su liderazgo no anula al poder institucional, sino que lo sobredimensiona.
Cuando el poder institucional viene revestido del poder reputacional, que adorna a la persona que ocupa el puesto, la organización o sociedad que preside deja una impronta. El poder reputacional, en la sociedad del conocimiento, de la información, se constituye en la zapata, en la raíz, en la esencia de un antes y un después de un país determinado. Verbigracia: El caso de Barack Obama, un poder institucional, ejemplificado con un caudal reputacional basado en sus competencias y el espíritu ético-personal. Todo lo contrario, con respecto a Bush, Trump y Biden.
El poder reputacional se solivianta y anida en el capital institucional, sin embargo, la calificación reputacional, ética, acelera la calidad y el bienestar de ese país y conduce a disminuir la erosión de la democracia, a mitigar y neutralizar el populismo, la polarización y la posverdad. El poder reputacional confiere un capital reputacional, que a su vez encuentra eco en la coherencia, en la consistencia, en la credibilidad y la confianza. El capital reputacional es el eje transversal de otros capitales: simbólico, político, emocional y transformacional. El capital reputacional alimenta a los demás para hacer fluir los mejores esfuerzos del conjunto de actores que intervienen en un proceso determinado. Es como si cada uno de estos capitales, teniendo el capital reputacional como protagonista, trabajara armónicamente con los stakeholders.
El capital reputacional es el baluarte de la ética, de la rendición de cuentas, de la horizontalidad que se expresa en el prestigio de sus acciones, decisiones, en su coherencia en el decir, en el pensar y en la praxis, en su moral personal. Allí, donde no hay diletantismo, donde sus roles cambian, pero, la sustancia es la misma. El capital reputacional se hilvana, pues, a través de la conexión, en función de un poder compartido, innovador, adaptable y sinérgico.
Las tres importantes categorías de las instituciones políticas: el Estado, el principio de legalidad y el gobierno responsable es lo que ha guiado cada vez más al capital reputacional y a la consolidación del poder institucional. El nexo entre el capital reputacional y el capital institucional fortalece la dimensión ética y el carácter y, en consecuencia, no operan con diferentes discursos frente a una misma realidad.