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Por Milton Olivo
La isla de Quisqueya descansaba en el calor de la tarde, con el viento suave moviendo las palmas, mientras el Mar Caribe murmuraba historias ancestrales que habían sido contadas por generaciones. En el más grande municipio de la República, Santo Domingo Este, situado en la costa del Mar Caribe, donde se encuentra la Ermita del Rosario, la primera iglesia del nuevo mundo, un hombre llamado Anadino observaba el horizonte. Había escuchado desde joven que la República Dominicana era la cuna de la conquista, el primer asentamiento europeo en América, el lugar donde todo había comenzado. Y, aunque muchas veces pensaba que esos hechos eran solo parte del pasado, sabía que algo más grande se tejía en el aire, algo invisible, como una promesa.
Anadino había crecido con historias sobre el potencial de su nación. Se decía que algún día, la República Dominicana sería el Singapur del hemisferio americano, pero esa idea siempre le parecía lejana, como un sueño de otro mundo. La isla, a pesar de su belleza y sus recursos, estaba atrapada en el mismo modelo constitucional, luchando contra problemas que parecían eternos. El país había avanzado, sí, pero seguía atrapado en la misma arquitectura del poder.
Un día, mientras caminaba por la avenida España en Santo Domingo Este, vio un cartel que anunciaba un foro abierto sobre el futuro de la nación. «La República Dominicana: ¿hacia dónde vamos?», decía el título. Sin pensarlo mucho, decidió asistir. Quizás, pensaba, ese sería el primer paso hacia algo más grande.
El salón estaba lleno. Profesores, empresarios, jóvenes y políticos discutían sobre el futuro de la patria. El moderador, un hombre con voz firme, hizo una pregunta que hizo resonar las paredes del lugar: «¿Qué debemos cambiar para que nuestra nación deje de estar en los últimos vagones del tren del progreso?»
Las respuestas no se hicieron esperar. Muchos mencionaron el modelo constitucional, el centralismo y la concentración del poder. Había consenso en que, si la República Dominicana quería avanzar, debía dejar atrás los viejos modelos y adoptar un sistema más federal y participativo. Un sistema que distribuya el poder, que dé más voz a cada ciudadano.
Pero fue cuando un joven egresado del Instituto Tecnológico de las Américas se levantó, su rostro marcado por el sol y la experiencia, fue cuando la conversación dio un giro. «Nuestro problema no es solo político», dijo con voz fuerte. «Es económico. Hemos sido un país importador, dependiente de lo que otros producen. ¿Cuándo vamos a empezar a transformar nuestra propia tierra, a procesar nuestros productos? Tenemos que dejar de vender materia prima y comenzar a crear valor aquí. Eso es lo que hará la diferencia.»
Anadino se quedó pensativo. El joven había tocado un punto crucial. La agropecuaria, el sector que había sido la columna vertebral del país, debía dar un paso hacia adelante. Ya no era suficiente con vender café o cacao al extranjero; había que convertir esos productos en algo que el mundo quisiera comprar, procesados y con valor añadido. La transformación de la producción agropecuaria en productos no perecederos y exportables era, sin duda, una de las claves.
Y no solo eso. Para que el país fuera competitivo, debía abrazar la tecnología. Las industrias tecnológicas de última generación, como las que habían hecho grande a los tigres asiáticos, debían tener cabida en la República Dominicana.
Las horas pasaron volando, y mientras el foro llegaba a su fin, Anadino sentía que algo había cambiado dentro de él. La conversación no solo había sido una serie de propuestas vacías; había despertado en él la sensación de que la grandeza de su nación no era un sueño distante, sino una posibilidad tangible. Un destino que podía alcanzarse si se tomaban las decisiones correctas.
Esa noche, mientras regresaba a su casa, caminaba por las limpias e iluminadas calles de Santo Domingo Este que siempre había recorrido. Pero ahora, veía las cosas de otra manera. Sabía que los cambios que requería su patria no podían esperar más. Y que ese cambio debía empezar desde el mismo corazón del pueblo. Como un viento silencioso que comenzó a soplar en su interior, se dio cuenta de que el destino de la República Dominicana no estaba escrito en un pasado lejano, sino en los hechos que se construyeran en el presente.
La vida son hechos, y los hechos son simbolismo. Los hechos que Anadino había escuchado aquel día eran el simbolismo del porvenir, de un país capaz de renacer, de transformarse y de alcanzar la grandeza que le correspondía. Era el primer paso hacia el futuro. Y ya no estaba dispuesto a esperar más.
El autor es escritor y pasado candidato a secretario general del PRM