
Por Milton Olivo
Desde muy temprano, en mi natal Sabana Grande de Boyá, una obsesión existencial me acompañó: encontrar a Dios, comprender su naturaleza y, sobre todo, la esencia de mi ser. Esta búsqueda me llevó a adentrarme en los textos sagrados, siendo la Biblia mi primer compañero. La leí y releí, buscando respuestas profundas sobre la naturaleza del pecado y la salvación.
Mi vida dio un giro inesperado cuando, siendo estudiante de Ciencias Políticas en la Universidad de Buenos Aires, mi padre –Anadino Olivo- falleció. Un hombre noble, generoso y solidario, cuya vida terminó a una edad temprana, mientras daba un discurso como candidato a diputado, cayendo ante la multitud a quienes se dirigía, en la comunidad de San Pedro, Sabana Grande de Boyá. No podía comprender cómo un ser tan puro, generoso y solidario, había partido tan pronto. La tristeza me envolvió, y muchos de mis compañeros en Buenos Aires, me recomendaron el psicoanálisis para sobrellevar el dolor.
Ese acontecimiento me desintegró la cosmovisión cristiana que había construido. Sin embargo, recordé el consejo de Jesús de “escudriñarlo todo y retener lo bueno”, lo que me impulsó a explorar otros textos sagrados. Así, el Bhagavad Gita, uno de los pilares del pensamiento hindú, llegó a mis manos. Quedé sorprendido al descubrir que gran parte de lo que allí se enseñaba coincidía con los principios cristianos. El concepto de existir, dividido en karma y dharma, resonaba profundamente con el concepto cristiano de castigo y recompensa, el castigo por el pecado.
Desde niño, mi sueño fue aliviar el sufrimiento humano, lo que me llevó a estudiar Ciencias Agrícolas en la Universidad ISA, pues siendo agrónomo, podía ayudar a producir alimentos, y ayudar a reducir el hambre. Al graduarme, me di cuenta de que no bastaba con el conocimiento agrícola para cumplir mi sueño. Decidí continuar mis estudios en Ciencias Económicas en la UCE, convencido de que la economía era la clave para resolver el problema del hambre. Sin embargo, un nuevo descubrimiento me llevaría más allá de la ciencia y la política.
En algún momento, el Tao Te Ching, el libro sagrado de los chinos, cayó en mis manos. Allí, encontré la noción de Tao, el camino hacia la energía suprema, un camino que coincidía con lo enseñado por el cristianismo: practicar la bondad, la virtud, la verdad. El Tao, al igual que el Budismo, me recordó que nuestros pensamientos y acciones reflejan la naturaleza del amor y la existencia misma. Como plantea el Bhagavad Gita, lo que hacemos son siembra y, más tarde, cosechamos los frutos de esas acciones.
Al estudiar el Corán, descubrí más coincidencias. Aunque este texto postulaba la venganza justa, la esencia seguía siendo la misma: ser una buena persona. Lo que me llevó a una única conclusión: las grandes religiones del mundo comparten un mismo mensaje: ser bueno, practicar la justicia, la bondad y la compasión.
Además de los textos sagrados, me sumergí en la filosofía griega, en especial en Platón. Para él, el secreto de la evolución y la cercanía a lo divino se alcanzaba cuando nuestros pensamientos y acciones se centraban en lo bueno, lo bello y lo justo.
Un tema que siempre había rondado mi mente era la vida después de la muerte, y si la reencarnación existe. Mi formación cristiana, sin embargo, me dificultaba aceptar esta idea. Fue entonces cuando una reflexión sobre la tercera ley de Newton, la ley de acción y reacción, me brindó una revelación. ¿Podía esta ley, que establece que toda acción produce una reacción de igual fuerza pero de sentido contrario, ser la clave para comprender el ciclo de la vida y la muerte?
Al profundizar más en la física y la astronomía, en especial la ley de atracción y repulsión, que es lo que mantiene los planetas en su misma órbita, al ser atraído por su sol, estos generan una fuerza contraria, manteniéndose siempre en su misma órbita, fue cuando me di cuenta de que todo lo que existe tiene un opuesto: el arriba y el abajo, la luz y la oscuridad, el positivo y el negativo. Así, comprendí que, como seres humanos, no podríamos ser la excepción a esta regla.
Fue cuando me dije: “Si tenemos un cuerpo físico, que inevitablemente será destruido por el tiempo, debe existir algo opuesto en nosotros: un ser no físico, inmortal, que no sucumbe al paso del tiempo. Fue entonces cuando concluí que era la naturaleza de nuestro espíritu, por tanto, nuestro espíritu es eterno.
El Bhagavad Gita me ayudó a consolidar esta conclusión al afirmar; “Que el espíritu de cada uno de nosotros es a la energía creadora del universo lo que una gota de agua es al océano. De esta forma, comprendí que nuestra vida no comienza con nuestro nacimiento ni termina con nuestra muerte. El propósito de nuestra existencia es evolucionar, y evolucionamos a medida que practicamos la bondad, la justicia, la compasión y el amor, que son las cualidades de nuestro creador. Y la constante de todos los libros sagrados existentes.
Toda la reflexión sobre el karma, la reencarnación, y la responsabilidad de nuestros actos, me hizo muy feliz, cuando al estudiar la mitología taína, y descubrir, que sus mandamientos eran; “No robar, no mentir, no ser vago y respetar a los mayores. Lo que me reveló la profunda sabiduría de mis ancestros, y cómo, a pesar de las diferentes nomenclaturas, que cada civilización daban al creador y los profetas, el mensaje siempre giraba en torno a la trascendencia, la bondad y la compasión.
Esta reflexión existencial se plasmó en mi novela De Creyentes y Terroristas y a escribir un libro sobre la civilización taína, titulado El Secreto Taíno (ambos de venta en Amazon). En ambas obras, busqué capturar ese conocimiento profundo que me había acompañado en mi búsqueda de Dios, las civilizaciones y la esencia del ser humano.
El autor es escritor, novelista y ensayista. Autor de 5 libros.
Milton Olivo
W +1-809-406-6681
SANTO DOMINGO, R.D.
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