Editorial 18-10-2017
La administración pública es una pieza fundamental de toda nación, es el instrumento con que cuenta un Estado para dirigir el progreso de un país con el fin de satisfacer las necesidades de los ciudadanos y de las empresas de manera eficiente y eficaz.
Ahora bien, para ser eficiente y eficaz el Estado debe ser capaz de comprender la realidad social y tener una visión integral de esta realidad para desenvolverse de forma creativa e innovadora, pero sobre todo de manera ética.
Desde una óptica del personal de la administración pública, un buen administrador es aquel que está encargado de tomar decisiones que tiendan a mejorar la vida de las personas, basado en el respeto a las leyes y las normas.
En consecuencia, un servidor público es eficiente y eficaz cuando tiene vocación de servicio y actúa respectado las normas jurídicas y la ética.
Utilizando un término que está de moda en estos tiempos, un buen servidor público es aquel que tiene aversión a la corrupción.
Todo el que me esté oyendo dirá que soy una especie de profesor idealista, un soñador, que delira con un Estado utópico.
Porque en lo cierto es que en nuestra administración pública pululan la ineficiencia, la ineficacia, la falta de ética, el irrespeto a las leyes y el crimen.
El caso de Odebrecht, del CEA, de la OMSA, de OISOE y el reciente asesinato del jurista Juniol Ramírez, son muestras fehacientes del deterioro progresivo de la administración pública.
Y mientras tanto servicios fundamentales como la salud, la educación el transporte, la justicia, la seguridad ciudadana, entre otros, van por mal camino. Es que no puede haber servicios de calidad con instituciones débiles.
La administración pública es la encargada de proveer estos servicios, si los mismos son buenos la sociedad avanza, si son malos, la sociedad retrocede.
Necesitamos hacer una profilaxis de nuestros servidores públicos si queremos mejorar dar calidad a esos servicios.