De posiciones radicales, racistas, autoritario y ex capitán del ejército, sus seguidores lo ven como un salvador para un país sacudido por la corrupción.
Efe.
Con el 97% de los votos escrutados ha obtenido el 46,6% de los votos, por el 28,5% de Fernando Haddad. Los brasileños decidirán en una segunda vuelta el próximo 28 de octubre, pero será necesario un vuelco radical, quimérico con el auge de Bolsonaro, para que no sea el próximo presidente.
La victoria de Bolsonaro supone un maremágnum político para el país más grande de América Latina. El triunfo del capitán retirado del Ejército, un político de 63 años racista y machista, aúpa al poder a los ideales más retrógrados de la región, de acuerdo con la ola reaccionaria que sacude buena parte del mundo, y sume a Brasil en una era incierta después de los años más convulsos desde el fin de la dictadura militar, en 1985. Dos décadas a las que, precisamente, Bolsonaro se retrotrae constantemente con visos de añoranza, cuando no de admiración.
El líder ultraconservador, que permaneció tres de las últimas cuatro semanas de campaña hospitalizado tras ser apuñalado por un lunático, ha salido indemne de sus bravuconadas y posiciones más extremas; también de la hemeroteca que le ha sacudido toda la campaña o de las protestas multitudinarias en su contra, encabezadas por mujeres, que se produjeron hace una semana. Hasta el punto de que parte del establishment ha abrazado a alguien que siempre se ha presentado como un outsider.
La frustración de las últimas décadas con los políticos y las soluciones extremas para resolver la violencia y la corrupción que asolan el país han sido el gran baluarte de Bolsonaro, que se encuentra a un paso de llevar a la cúspide la máxima del mundo actual por la que las emociones pesan más que cualquier programa. Ahí están la victoria de Donald Trump o el Brexit; el rechazo al proceso de paz en Colombia o la arrolladora victoria de Andrés Manuel López Obrador en México, que ha aupado a la izquierda al poder por primera vez en aquel país.
Unas emociones que hasta ahora había sabido manejar como nadie Lula da Silva, el presidente más carismático de la historia de Brasil —gobernó ocho años, hasta 2010—, en prisión desde abril acusado de corrupción. La cárcel privó a Lula de optar por quinta vez a la presidencia —fue derrotado por Cardoso dos veces—, pero no le impidió demostrar su capital político. El exmandatario apuró todas sus opciones, agudizando la división, hasta que a principios de septiembre cedió su candidatura a Fernando Haddad.
Su exministro de Educación, no obstante, se había quedado, según los sondeos, lejos de absorber el respaldo de Lula. El exmandatario dijo adiós a la carrera presidencial con un respaldo del 39%, como ningún candidato por entonces, a principios de septiembre. En menos de un mes, Haddad ha obtenido 11 puntos menos, mientras Bolsonaro ha crecido sin freno.
Más que una campaña electoral, estas nueve semanas fueron una serie de escaramuzas entre dos bandos. Todos los candidatos tenían por cada porcentaje de intención de voto, uno todavía mayor de rechazo: Bolsonaro, el 44%; Haddad, el 41%, según la última encuesta. Los sondeos, no obstante, no lograron calibrar el exponencial crecimiento del líder ultraderechista. La última, conocida el sábado por la noche, apuntaba que obtendría un 40% de los votos válidos, casi 10 menos de los que finalmente ha obtenido.
Las encuestas, como ocurriese en Estados Unidos con la victoria de Donald Trump, en el triunfo del Brexit o en Colombia, han vuelto a fallar estrepitosamente. Como ya ocurriese, de hecho, en las últimas elecciones brasileñas. Cuando todo parecía destinado a una segunda vuelta entre Dilma Rousseff y Marina Silva, el candidato de centro derecha Aécio Neves se impuso a Silva. Finalmente, Dilma recibió 54 millones de votos y Neves, 51. Brasil quedó partido por la mitad y, desde entonces, el país parecía a merced de los elementos.
Los cuatro últimos, y traumáticos, años lograron definir dos bandos que resultaban difusos. No era, como se decía, cuestión de ricos contra pobres, aunque Brasil sea el país no africano más desigual del mundo; ni era cuestión de blancos contra negros, aunque a estos últimos, mayoría poblacional, se les paga de media mil reales menos que a los blancos por el mismo trabajo. No era ni siquiera izquierda contra derecha. Los verdaderos dos brasiles resultaron ser algo mucho más terrenal: el que aún apoyaba al PT tras tenerlo 13 de los últimos 15 años en el Gobierno y el número creciente de personas que lo detestan.
Y si la fricción entre ambos bandos estaba a flor de piel tras el impeachment de Rousseff, los problemas legales de Lula, por sus supuestas corruptelas los puso directamente rumbo a una colisión inexorable. Los partidarios solo veían en el proceso irregularidades y manos negras; los críticos, más circo petista para salir impunes tras años de robarle al erario público. Hasta que todo explotó con el auge de una alternativa tajante: Jair Bolsonaro, tan lejos del PT que, directamente, encarna la dictadura que el PT combatía en los años setenta.
El triunfo de Bolsonaro es un aviso, del avance del autoritarismo en todo el planeta. América Latina lo ha vivido como pocos en los últimos años. Sin importar ideologías, de Maduro a Bolsonaro, el continente Como si el miedo a lo que hay fuese el mejor programa electoral.