Emiliano Reyes Espejo

La ciudad se tornaba tensa, los ciudadanos caminaban presurosos hacia sus casas y las organizaciones políticas de oposición habían llamado a la resistencia nacional en contra del gobierno de Joaquín Balaguer.

La gente aligeró sus diligencias lo más temprano posible para evitar encontrarse con el “toque de queda” en plena calles de la ciudad.

Barahona era “un bastión” de la lucha revolucionaria. En esta ciudad sureña convergían el PRD, Movimiento Popular Dominicano (MPD), Partido Comunista (PC-pro URSS)  Partido Comunista de la República Dominicana (PACOREDO), Línea Roja del 14 de Junio (estos dos últimos pro chinos) y el Bloque Revolucionario Camilo Torres (pro cubano).

Apenas transcurría los primeros cuatro años de la patriótica Guerra de Abril de 1965.  Se había producido el golpe de Estado en contra del gobierno del profesor Juan Bosch, luego la revuelta abrileña y acontecía el primer gobierno del presidente Balaguer. La maquinaria de este zorro de la política dominicana se aprestaba a imponer la reelección “contra viento y marea”, a la vez que se puso en marcha una estrategia de factura extranjera: el exterminio de jóvenes dirigentes de izquierda que denominaban “cabezas calientes”, muchos de los cuales se convirtieron en mártires.

La población barahonense ya había aportado sus muertos. La resistencia, no obstante, era indomable en los barrios, el movimiento estudiantil y en los campos.

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En esta oportunidad se convocó a una huelga general. La población lo acogió casi en su totalidad. Eso implicó cierre de comercios, paralización del tránsito y protestas en los liceos, escuelas y barrios. Desde que asomó la noche comenzaron a escucharse estruendosos estallidos de bombas en distintos sectores de la ciudad, especialmente en barrios populares, “en medio del toque de queda…”.  Las pocas personas que todavía circulaban en las calles comenzaron raudos a recogerse.

 

“Para la libertad, sangro, lucho, pervivo
Para la libertad, mis ojos y mis manos… (Canción Para la Libertad de Joan Manuel Serrat).

Años después se cantó también “Obrero dame la mano” del grupo Expresión Joven que decía: “…obreros a luchar…obreros a luchar”, así como canciones de Víctor Jara, Atahualpa Yupanqui y otros cantautores cuyas interpretaciones servían de acicate para motivar  las protestas y la lucha clandestina en contra del estado de cosas de épocas superadas.

En aquella ocasión, no obstante la situación, decidí visitar a mi entonces novia Luz Virginia (mi fenecida esposa y con quien formé una bella y estable familia). Con esta actitud me expuse a correr todos los riesgos que pudieron presentarse en medio de esta situación de excepción.

Llegué a su casa ubicada en la cercanía de la parroquia Cristo Rey. Vivía con mi hermano Vinicio que residía en la calle 30 de mayo, en el otro en el otro extremo de la ciudad. Tuve el problema de que no era del todo aceptado por parte de Petronila (Pechón) la madre de Luz y, por tanto, ésta puso el truño desde que me vio llegar a su hogar.

“Pero bueno muchacho, tú no ves cómo está la situación…a ti no te para ni las huelgas”, me enrostró la dama. No reparé a sus expresiones, mi mente y todo mi ser en ese momento estaba enfocado en ver a mi novia, observarla e imbuirme en la fragancia embriagadora de este ser único e irrepetible.

-“El hombre enamorao, tiene un ángel en el cielo…el hombre enamorao a nada le tiene miedo… (merengue popular de Johnny Ventura).

El tiempo pasó más rápido de lo esperado. Doña Pechón se cansó de acompañarnos en la sala de la casa y por fin se fue a dormir mientras yo escuchaba a Raphael ajeno a lo que ocurría en la ciudad.

-“Qué pasará, que misterio habrá puede ser mi gran noche…

y al despertar ya mi vida sabrá algo que no conoce… (Raphael de España).

Cuando quise reaccionar era casi las once de la noche. Se escuchaban  todavía de manera intermitente uno que otros estruendos de poderosas “bombas caseras” que detonaban en distintas partes de la ciudad.

-Bueno mi amor, ya tienes que irte; si amaneces aquí mi madre me acaba, me hace un gran escándalo…tú sabes.

Consentí que tenía que irme y me despedí, no sin antes hacer alguna resistencia para que me colmaran de besos intensos y cálidos abrazos. No tenía de otra. Subí a la calle Nuestra Señora del Rosario –la casa estaba ubicada en una especie de pendiente-. Ahí pude palpar la magnitud de mi osadía, estaba solo en la inmensidad de anchurosas calles, no había un ser humano en aquellas arterias. Caminaba solitario en aquellas calles inmensas, acompañado de esporádicos estallidos de bombas caseras.

-”El hombre enamorao tiene un ángel en el cielo…”.

Nada más comencé a avanzar por la calle cuando de súbito se apareció en el horizonte una patrulla policial. Los integrantes de la misma, fuertemente armados, me dieron alcance mientras caminaba por la acera, pero no me detuvieron, se limitaron a observarme. Una vorágine de pensamientos fatales se asomó a mi cabeza. Pensé que era mi final y siendo apenas un mozalbete calculé que mi vida llegaría a su término. En esa turbulencia de pensamientos sombríos y cavilaciones llegaron a mi cerebro cosas como que: “sería ultimado por la patrulla”, “me llevarían preso y me acusarían del estallido de las bombas”, “justificaría un intercambio de disparos y me liquidaban…”.

Pensé también en ese momento crucial, en que si me hubiera llevado de Pechón cuando me dijo que me retirara temprano, tal vez no estuviera atravesando la candente situación.

Seguí caminando por la acera, mientras la patrulla avanzaba justo detrás de mí y a cierta distancia en un “jeep Willy” descapotado. Calculé salir corriendo en uno de los primeros callejones que encontrara en mi camino. Pero algo me frenaba: “si corres te van a acribillar, sigue caminando, sigue caminando…”.  Ahora, con el paso del tiempo, creo que me protegieron los seres queridos que ya moran en la eternidad.

Por eso continúe como si ignorara la presencia policial. En un momento el vehículo aceleró y se puso paralelo a mí.  Todos sus ocupantes me miraron –miradas fijas y penetrantes-, pero con cierta pena. “Éste será ahorita un muerto seguro…”, cavilé. Me llegó a la mente un pensamiento inaudito: Esperaban la mejor oportunidad para atraparme y matarme.

No se visualizaba a nadie por ninguna parte, las calles lucían desoladas y yo allí vigilado de cerca por la patrulla policial. Ni siquiera eran visibles los clásicos “mirones” que a veces avistan por las persianas. De vez en cuando se seguían escuchando estallidos furtivos y esporádicos de bombas.

Aunque era portador, me abrazaba un temor inmenso, decidí dejar atrás la patrulla y pasar a la calle paralela a la Nuestra Señora del Rosario. Sentí cierto alivio porque aparentemente, según calculé, los policías habían dejado de seguirme. Avancé rápido, mientras travesaba a pies la ciudad y apenas había avanzado la mitad del recorrido.  Pero cuando observé, calles a bajos, la patrulla estaba parada más adelante, esperándome.

–Ahora sí se me van a lanzar”, conjeturé. Le pasé por el lado y me miraron nuevamente de manera fija y escrutadora.

Mi salvación

Francisco Peña, era un reputado abogado de Tamayo que decidió ingresar a la policía porque sufrió en su pueblo natal una imperdonable decepción, ya que allí decidieron destituirlo para nombrar en su posición de juez de Paz “a un conocido zapatero” del lugar, que “no conocía nada de leyes”, pero era del partido de gobierno.

-“Con relación a mí padre, éste fue Juez de Paz de Tamayo y Ernesto Escanio fue fiscalizador, Papoicito y Sarito Beltré también eran de la justicia, me relató Juan Francisco, un arquitecto, artista y académico que ejerce en esta capital. Y agregó: “Papá era un excelente orador, dueño de un léxico poco común a esa edad, lo cual le ayudó a ser admitido en esa “UASD de élites”. Tiempo después,  ya graduado de Doctor en Derecho (1961) ocupó ese cargo de Juez de Paz ayudado por su simpatía con la Unión Cívica Nacional (UCN). Fue cancelado por esa misma razón (era cívico) cuando el PRD sube al poder (1963) y es sustituido por Luis Romero, un reconocido zapatero, padre de nuestro admirado y afamado voleibolista Héctor Romero (Salón de la Fama del Deporte)”.

Juan Francisco me narró que su padre aceptó con dignidad esa «voluntad política» que emanaba de la naciente Democracia y se retiró a la tranquilidad de su hogar. Pero, la incompetencia no pudo triunfar sobre la decencia y el buen proceder, más tarde fue reclamado por la población para que ocupara el cargo de nuevo…Su orgullo y vergüenza los mantuvo en alto, no aceptó la humillación anterior y rechazó la propuesta”.

Manifestó que fue “en ese contexto político y económico” que éste decide emigrar e ingresar a la Policía Nacional”, institución donde permaneció año y medio, lapso durante el cual quedó atrapado junto a su familia por el estallido de la Guerra de Abril que se produjo en la capital.

Después de la guerra fue enviado de puesto a Barahona. Después éste “enfermó en la policía y fue pensionado gracias a la recomendación de sus buenos compañeros”, rememoró su hijo Francisco.

Me esperaban

Casi llegaba la medianoche y yo todavía no había llegado a mi casa, a pesar de mí caminar apresurado.  Crucé de nuevo por el lado de la patrulla que volvió a darme seguimiento, Miraba de reojo hacia atrás y allí me estaba, escoltando. No sabía qué hacer, ni me apresaban ni me dejaban ir. Estuve a punto del colapso. Nadie resiste tanto, creo que logré aguantarme por mi tierna edad, ya que apenas perfilaba entre los 16  y 17 años.

Cuando llegué a la casa donde residía con mi hermano Vinicio y procedí a abrir la puerta, el contingente policial se abalanzó sobre mí rastrillando sus armas. Me recostaron en contra de la pared y espetaron de manera enérgica:

-“No se mueva, usted está preso…”. De inmediato me tomaron los brazos y me esposaron con las manos hacia la espalda. El jefe de la patrulla que había permanecido en el vehículo se desmontó tranquilamente y se dirigió hacia mí lanzándome una recia advertencia:

-“Cualquiera te deja preso buen charlatán, a eso tú vienes a Barahona, a perder el tiempo y don Eloy allá en Tamayo pensando que viniste a estudiar ¡sin vergüenza!”.

Era el teniente y abogado Peña, un fervoroso amigo y compañero de partido de mi padre en la Unión Cívica Nacional y que había perdido su puesto de juez en Tamayo. Me había seguido desde un principio. Después de serias amonestaciones y regaños, el oficial dispuso que los agentes me quitaran las esposas y esperó que abriera la puerta y entrara a la casa.

-“Yo voy mañana para Tamayo, diré a don Eloy en lo que tú estás aquí en Barahona”, vociferó desde el vehículo y prosiguió en el patrullaje.

El doctor Peña fue un excelente oficial de la policía. Falleció tiempo después ejerciendo la profesión de abogado en la capital. Siempre esperé que mi padre me refiriera la advertencia que me hizo aquel oficial amigo de la familia, pero parece que este nunca dijo nada.