Por Milton Olivo
En medio del paradisíaco Mar Caribe, donde los veranos son eternos y las palmeras se inclinan suavemente sobre las aguas turquesas, se encuentra la isla de Quisqueya. Este pedazo de tierra, bendecido por la naturaleza, es la cuna del glorioso pueblo taíno, cuya herencia ha moldeado a los dominicanos actuales. Un pueblo noble y trabajador, alegre y acogedor, que ha tenido que enfrentarse y vencer a todos los imperios que han pretendido conquistar su territorio en los últimos quinientos años.
Sin embargo, esa historia de lucha constante ha dejado una huella profunda en el carácter de los dominicanos. Con el tiempo, han desarrollado una especie de pesimismo e incredulidad, como si la realidad misma les hubiera enseñado a desconfiar de lo que ven, de lo que oyen, y hasta de lo que creen.
Para sobrevivir a las adversidades, se han refugiado en la alegría del aquí y el ahora, viviendo cada instante como si fuera el último. Su merengue, esa manifestación cultural tan íntima y propia, refleja este sentir: alegre, pícaro, ocurrente, lleno de doble sentido.
Pero, en medio de esta nueva Era de cambios, el pueblo dominicano se encuentra en una encrucijada. Las nuevas autoridades, que se han ganado de forma reiterada el respaldo popular, han hecho un llamado a la sociedad para que se organice, para que tome un papel activo en la construcción de su futuro. Sin embargo, muchos, como crías en un nido, observan pasivos, esperando a ver qué harán aquellos que están en el poder, que le traerán al pico.
—“¡No!” —gritó Juan Pablo, interrumpiendo sus propios pensamientos. Estaba sentado en una pequeña y colorida cafetería de la Avenida Venezuela en Santo Domingo Este, rodeado de sus amigos de toda la vida. Ellos, como muchos otros, estaban esperando que algo pasara, que le traerá el futuro, sin darse cuenta de que el cambio que esperaban dependía de ellos mismos.
—“Es hora de convertirnos en protagonistas de nuestro destino —dijo Juan Pablo, mirando a cada uno de sus amigos a los ojos—. Si el gobierno nos llama a organizarnos en cooperativas, ¡hagámoslo! Si quieren apoyar los emprendimientos, vamos a formarnos en los temas necesarios, que demasiado centros de formación técnica hay, y aprovechemos esa oportunidad. No podemos esperar más. Nosotros somos las manos, el cuerpo y los pies de esta nación. Si no actuamos, las ideas del gobierno se quedarán en eso, en buenas intenciones”.
La pasión en la voz de Juan Pablo era innegable, pero al mismo tiempo, sentía una extraña sensación que lo inquietaba. De repente, sintió un sudor frío recorriendo su espalda, su frente y su rostro. Una sensación de asfixia lo envolvió, como si estuviera atrapado. En un instante de pánico, se dio cuenta de que estaba enredado entre las sábanas de su cama.
Despertó sobresaltado, el corazón latiendo con fuerza. El discurso que había dado a sus amigos no había sido más que un sueño. Sin embargo, la intensidad de sus palabras resonaba en su mente, como un eco insistente.
—Es hora de actuar —murmuró para sí mismo mientras se levantaba de la cama, decidido a hacer algo más que soñar.
Con la determinación que solo se tiene después de un sueño revelador, Juan Pablo decidió que no solo hablaría con sus amigos, sino que comenzaría a organizar su propia cooperativa.
Sabía que, si quería un futuro mejor para su pueblo, tendría que ser él quien diera el primer paso. El tiempo de la pasividad había terminado. Era hora de subirse al tren de los objetivos planteados, y llevar a su pueblo hacia un destino de esperanza y acción.
El autor es activista por una Quisqueya potencia.