Dr. Víctor Manuel Peña
El 27 de febrero de cada año el presidente de la República debe acudir al Congreso para presentar ante la Asamblea Nacional las memorias concernientes al año recién transcurrido.
En realidad el presidente Luis Abinader presentó el 27 de febrero, día de la Independencia Nacional, las memorias de gobierno relativas a seis meses al frente del Estado dominicano.
El presidente le ha presentado al país, desde los salones de la Asamblea Nacional, una relación conjunta de lo que ha hecho hasta ahora y de lo que pretende hacer en los próximos meses.
No está nada mal que el presidente de la República haya asumido en un ambiente de optimismo, dado el desgarrador contexto de la pandemia que oprime y acogota al mundo, el discurso de rendición de cuentas en los augustos salones de la Asamblea Nacional.
Sin embargo, el realismo y la objetividad no deben perderse jamás en medio del optimismo con que hay que enfrentar la multidimensional crisis por la que atravesamos en estos momentos.
Y así están muy bien las propuestas, proyectos y reformas para hacer avanzar la modernización y el anhelado progreso en las diferentes áreas del quehacer nacional.
Pero ese tinglado de propuestas, de proyectos y de reformas hay que asumirlos no solo en un contexto de optimismo sino también, y fundamental o principalmente, de realismo, de objetividad y de análisis muy frío y muy ponderado de los recursos y de los medios con que contamos y podemos contar.
Además, esas propuestas, proyectos y reformas hay que asumirlos en el contexto de una estrategia o un plan de desarrollo económico y social.
Es necesario conceptualizar y contextualizar esa estrategia o ese plan de desarrollo económico y social.
Hasta ahora la opinión pública del país no conoce de un análisis pormenorizado de la situación financiera del Estado dominicano: su situación tributaria, el coeficiente de tributación, composición y estructura del gasto público, el grave problema del déficit fiscal, el espinoso problema de la deuda pública, los niveles de endeudamiento y su relación con el PIB.
La capacidad financiera del gobierno no debe confundirse con la capacidad financiera y de financiamiento del Banco Central.
En ese sentido, hay que saber, el gobierno debe y tiene que saber, de dónde saldrán los recursos para financiar cada proyecto u obra pública que se asuma.
Y esto hay que hacerlo y saberlo por el carácter de excepcionalidad, de emergencia y de destrucción que tiene de por sí la pandemia y porque es el Estado, y no el mercado, quien tiene que asumir por necesidad el protagonismo para sortear la crisis y seguir hacia delante.
Hasta el mercado, la empresa privada – sobre todo la micro, pequeña y mediana empresa-, para levantarse y reoxigenarse necesita de ese protagonismo del Estado en medio de esta pandemia.
De las vías para la generación de ingresos públicos hay una que no es razonable aplicarla ahora.
Una reforma tributaria, cualquiera que sea, que se implemente mataría la gallina de los huevos de oro que es la recuperación de la economía nacional.
Porque una reforma tributaria que penalice el consumo sancionaría muy sensiblemente a los pobres, a los muy pobres y a la clase media. Y si la reforma tributaria penaliza el patrimonio o los ingresos sancionaría a los de arriba, es decir, a las empresas. Y esto afectaría en cadena el ahorro y los niveles de inversión en la economía.
Cualquier tipo de reforma tributaria que se implemente en estos momentos castraría el necesario proceso de recuperación de la economía.
El sentido común y la lógica nos dicen que hay que pensar en un proyecto de reforma tributaria para después que pase la pandemia.
Y naturalmente con relación a la reforma tributaria y a la reforma del gasto público hay la necesidad de construir consensos con las fuerzas políticas y las fuerzas sociales del país.
Pero construir consensos no significa que un sector imponga su voluntad como ha ocurrido con el natimuerto “pacto eléctrico”.
Claro, es fácil construir consensos con relación a la reforma del gasto público pero no es fácil hacerlo y lograrlo con relación a la reforma tributaria.
Nos quedan a la vista dos caminos inevitables e inevadibles en el corto plazo: el camino del endeudamiento público y el camino de la renegociación de la deuda pública
El gobierno ha probado hasta la saciedad el camino del endeudamiento público pero no ha querido probar el necesario y reoxigenante camino de la negociación de la deuda pública.
Hay que renegociar la deuda pública porque hay por necesidad que bajar el costo de la deuda pública: el costo de la deuda pública se reduce si se bajan los tipos de interés y se aumentan los plazos
De ahí que la renegociación de la deuda pública tiene que ser para renegociar tipos de interés y plazos.
Y la renegociación de la deuda pública, sobre todo de la deuda externa, es totalmente posible. Hay países de América Latina que han sido exitosos en la renegociación de su deuda externa.
La renegociación de la deuda pública, y muy especialmente de la deuda externa, no frustraría la colocación de nuevos títulos de deuda en los mercados financieros internacionales.
Hay que renegociar la deuda pública por varias razones: por el altísimo costo que representa esa deuda pública para el país, por la imposibilidad de realizar una reforma tributaria en estos momentos y porque dados los macro-problemas creados por la pandemia y el protagonismo que tiene que asumir el Estado nos estamos endeudando a una velocidad meteórica
Y una tercera vía, pero que no depende de los países pobres, es que los organismos de cooperación multilateral definan y apliquen un programa de ayuda financiera a los países pobres y muy pobres con motivo de la pandemia.
Dada la magnitud de la tragedia de la pandemia, que ha golpeado más severamente a los países subdesarrollados, agravando hasta más no poder los problemas de desempleo, de desigualdad distributiva, de pobreza extrema y de pobreza general, y ha acrecentado, por consiguiente, la desigualdad o la brecha entre países desarrollados y países subdesarrollados, los organismos de cooperación multilateral –FMI, Banco Mundial y BID-, que son organismos dependientes de la ONU, deberían asumir el multilateralismo financiero para ir en auxilio de los países subdesarrollados, dados los fines supremos de la ONU que tienen que ver con la paz, la seguridad y el desarrollo en el mundo y del mundo.
No se puede esperar que los países desarrollados, agrupados en el G-20, definan y apliquen un programa de ayuda a los países subdesarrollados con motivo de la pandemia. Hasta sesgos de inequidad se están creando con el asunto del acceso a las vacunas.
El discurso del presidente Abinader está cargado de optimismo pero fue poco analítico porque no indicó las fuentes de donde saldrán los recursos para financiar todas las obras anunciadas y otras que no fueron mencionadas.
Hay que tratar siempre de que el optimismo asumido en cualquier ámbito o área de la vida esté anclado y cimentado en el realismo y la objetividad, máxime cuando se está al frente de un organismo tan colectivo y con tan fuerza en la sociedad como es el Estado.
Los pobres y los muy pobres cifran las esperanzas de un futuro mejor en el Estado, dados los fines supremos que persigue éste como son el bien común, la igualdad, la justicia social, la solidaridad, etc.
En medio de la pandemia hay que contar con la fuerza del optimismo pero tambíén con las fuerzas poderosas del realismo, de la objetividad y del análisis ponderado y frío, es decir, hay que articular estas fuerzas en un todo unificado para poder construir sobre bases firmes el futuro de la nación.